Penélope, a la espera del retorno a Ítaca de Odiseo, tejía un sudario por el día para deshacerlo por las noches, como astuta dilación de su promesa de elegir, al terminar de confeccionarlo, entre los pretendientes a desposarla ante la ausencia de su amado.
Los últimos cuatro años, junto a los anteriores
transcurridos, habían asolado Ítaca. Sus habitantes habías perdido de cuantos
derechos habían configurado dicho lugar como ejemplo de prosperidad en la
convulsa Magna Grecia. Se recordaba, entre sollozos, aquel nefasto año 135, la marcha de
Odiseo y sus ponzoñosas consecuencias:
- Consagración del principio de estabilidad presupuestaria en Ítaca.
- Supeditación de la política de deuda a las decisiones de la Magna Grecia.
- "Prioridad absoluta" en los presupuestos para el pago de la deuda, cuyas condiciones no podrán ser renegociadas.
- Límites de deuda por ley, que sólo podrán incumplirse en caso de "catástrofes naturales, recesión económica o situaciones de emergencia".
Telémaco, infante a la marcha de Odiseo y hoy ya todo un mozalbete, junto a su amigo Pisiástrato no fueron suficientemente audaces y tampoco recabaron aval suficiente por la Asamblea de Ancianos.
Solamente la mediación e intervención de Atenea
puede revertir la situación, y así le dice a Telémaco:
«Telémaco, no serás en
adelante cobarde ni insensato si has heredado el noble corazón de tu padre.
Pocos, en efecto, son los hijos iguales a su padre; la mayoría son peores y
solo unos pocos son mejores. Pero puesto que en el futuro no vas a ser cobarde
ni insensato ni te ha abandonado del todo el talento de Odiseo, hay esperanza
de que llegues a realizar lo que te propones. (…)
De cómo acabe esta historia depende de lo que, a partir
de hoy, decida Telémaco, sino lo dicho a encomendarse a jaculatorias:
"Había un hombre buenísimo, pero muy desgraciado. Cuanto emprendía le salía mal, y mientras con más fervor le rogaba a Dios todos los días cuando iba a misa para el logro de sus peticiones, más adversa le era la fortuna. Su mujer, y después sus hijos, enfermaron; rogó al Señor con sumo fervor los sanara, y se murieron; tuvo un pleito, del que pendía toda su fortuna; pidió al Señor con angustia el ganarlo, y lo perdió. Pero lejos de agriarse ni que decayese su devoción, se dijo:
-Está visto que el Señor no quiere que yo le pida nada; cúmplase su santa voluntad; no volveré a pedirle nada de cosas terrenas.
Y así fue, porque siempre que acababa de oír misa, se postraba ante la imagen del Señor a adorarle, sin decir más que «¡Señor, aquí está Juan!». Así siguió mientras duró su santa y desgraciada vida, repitiendo todos los días, postrado ante el altar: «¡Señor, aquí está Juan!». Murió tranquilamente, y al llegar su alma al cielo repitió su humilde jaculatoria :
«¡Señor, aquí está Juan!». Y al momento las puertas se abrieron de par en par."[2]
Cuentos, adivinanzas y refranes populares (1921) Fernán Caballero.
O como decía el clásico: No hay nada mejor para estar muerto que morirse.
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